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Domingo de Gloria

El culto empieza a las 10, pero Doña Miriam ya está ahí desde las 8:30, asegurando su asiento en la tercera fila, el lugar perfecto para ver y ser vista. Llega con su abanico, su Biblia de tapa dura y su lengua afilada. “Dios te bendiga, mi amor,” le dice a la hermana Lourdes, mientras le escanea el vestido con una ceja levantada.


El pastor sube al púlpito, traje brillante, reloj de oro, y un iPad más nuevo que el diezmo promedio. “¡Aleluya! Hoy el Señor nos quiere prósperos.” Amén, gritan todos, mientras en la última fila, el hermano Efraín calcula si le alcanza para dar la ofrenda sin dejar de pagar el carro.


La hermana Norma recibe el Espíritu Santo a mitad de la prédica, sacudiéndose como si le hubiera dado un calambre. La hermana Carmen la sigue, pero con menos entusiasmo, como si hubiera recibido un Wi-Fi más débil. Un niño bosteza. Una doñita le da un codazo.


El culto termina con la gran bendición. Pero antes, la verdadera religión: el chisme. “¿Viste a la hija de Sonia? Se cortó el pelo como una varona.” “¿Y la hermana Clarita? Se fue con los pentecostales, pobrecita.”


El domingo se acaba con un último amén y un pastelillo de la mesa de confraternización. Y así, la fe sigue firme… al menos hasta el próximo chisme.

 
 
 

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