El trono vacío
- Leo Eliseo
- Apr 8
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Updated: Jun 10
El hombre —ya sin corona, ya sin sombras— decidió hacer lo impensable:
regresar al trono.
No para gobernar.
No para imponer.
Sino para sentarse en silencio, como quien visita la tumba de alguien que una vez fue.
El trono seguía ahí. Polvoriento. Intacto.
Frente a él, un espejo que ya no devolvía su reflejo, sino el de todos los rostros que había tenido en vida.
El niño. El joven. El Rey. El errante.
Todos vivían ahí, en un ciclo que no pedía fin, solo presencia.
Y fue entonces cuando lo entendió:
El trono no era suyo.
Nunca lo fue.
Tampoco era de la mente.
Era del tiempo.
El trono no se ocupa. Se observa.
Y quien lo mira con humildad, renace.
Así volvió a caminar, pero con paso nuevo.
No más con peso de historia, ni con ansiedad de futuro.
Era ligero. Como si hubiese perdido algo... y a la vez, ganado algo más profundo.
Sonreía sin motivo.
Se detenía a mirar las nubes, como si fueran ideas sin necesidad de lenguaje.
Y en su mirada había una chispa:
la del niño que juega en la tierra sin saber que ese juego es la vida.
Ya no tenía corona.
Ni castillo.
Ni súbditos.
Pero tenía algo más raro, más sagrado:
juventud eterna.
Porque quien deja atrás el ego, y abraza cada parte de sí mismo —la herida, la luz, el error, el amor—
renace.
No como lo que fue.
Sino como lo que siempre estuvo destinado a ser:
una conciencia libre.
Una llama quieta.
Un alma en flor.
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