Las Plazas Públicas

Hubo un tiempo en que la plaza pública era el corazón de la sociedad. No solo un punto de encuentro, sino el epicentro de la voz popular, el lugar donde las ideas se enfrentaban, donde los artistas inspiraban, y donde la protesta tomaba forma. Cada piedra de su suelo cargaba el peso de discursos incendiarios, de versos que desafiaban reyes, de melodías que hablaban por quienes no tenían palabras.

Hoy, las plazas siguen en pie, pero han sido vaciadas de su esencia. Se han convertido en decorados, en atracciones turísticas, en espacios controlados donde cualquier acto de expresión necesita permisos, donde el arte callejero es perseguido, donde la palabra espontánea se silencia con regulaciones. El derecho a comunicar nuestras preocupaciones ha sido desplazado, reducido a pantallas que nos separan, a redes que nos vigilan, a algoritmos que deciden qué merece ser visto.

La revolución alguna vez nació en las plazas, pero el sistema ha aprendido a contenerla. Nos ha enseñado a susurrar en lugar de gritar, a conformarnos con la ilusión de ser escuchados sin jamás tener impacto real. Y, sobre todo, ha alejado a los artistas de su público, reemplazando su voz cruda y sincera con entretenimiento manufacturado, domesticado, inofensivo.

Pero la plaza pública sigue ahí. Su historia aún resuena en sus piedras. Basta con un puñado de voces decididas para recordarle su propósito. Porque mientras existan artistas, poetas, pensadores y rebeldes dispuestos a hablar, ninguna plaza estará realmente vacía.